13 febrero, 2025

Siempre con la Verdad a Tiempo

Siempre Con La Verdad a Tiempo

EL TÍO DOMINGO Y LA TÍA MACLOVIA

JORGE HUMBERTO GOMEZ

TULA,TAM.-En un tiempo, Tula estuvo poblada de fantasmas, espíritus chocarreros y entes macabros: La espantosa mujer de cuencas vacías que se les trepaba a los osados jinetes nocturnos en caminos solitarios a las ancas de sus caballos paralizándoles de espanto y terror; el agresivo payaso, porque había sido muerto con violencia cierta vez que un pequeño circo visitó nuestro pueblo, y que se aparecía tras la presidencia municipal, por el rumbo de “La Cortina” buscando con quien cobrarse la afrenta; la guapa mujer que buscaba acompañante romántico en la plaza de armas en noche temprana y que luego rumbo a “su casa”, allá por el Cardonal, en el sitio más oscuro y despoblado, en el momento más arrebatado, se convertía en terrífica calavera; y la infinidad de entes macabros que se le aparecían al charlista (a él y sólo a él) cuando éste caminaba por las noches en el Tula de aquellos años sin alumbrado público.

Ellos y más entes horripilantes nos mantenían en constante fascinación a mis hermanos, primos y a mí en nuestros años infantiles; la alerta y la diversión de la mano; el temor y la curiosidad entremezclados; el querer saber y la negación nos llenaban de esa adrenalina que causa adicción.

El responsable de que esas entidades horrísonas con ciertas pinceladas de humor viniesen a repoblar este mundo en convivencia con nuestras infantiles conciencias era don Domingo Martínez; un carismático y excelente charlista, el mejor que he conocido, el famoso tío Domingo: charlista; jarciero, ganadero en pequeño, colector de impuestos, celador del penal, interprete de huapangos al violín, a más de bailador oficial del “Querreque” y que era esposo de la tía Maclovia Colunga Cárdenas, hermana de mi abuela “Mamá Toñita”.

Las charlas que congregaban a toda la familia alrededor de este pintoresco, querido y adictivo personaje, se daban en casa de mis padres, en las noches, cuando él y la tía bajaban del cerro a visitarnos. Ya sabíamos que luego de la merienda seguía una buena sesión de plática de fantasmas y aparecidos que a la sola convocatoria mágica de don Domingo venían a entremezclarse con nosotros.

Estos tíos vivieron muchos años en las faldas del Cerro de la Cruz. Y a nosotros nos fascinaba visitarlos porque su atractivo era tal que nos mantenía en un estado constante de seducción hacia ellos. Ir a su casa era un placer sólo por estar en su compañía y escuchar sus pláticas que, a diferencia de las nocturnas, de día trataban de otras cosas interesantes de la vida. También era como un día de campo y sólo a unos cuantos metros de nuestra casa.

Estar en su propiedad, en una parte alta y de día, era olvidarse de muertos fantasmales y disfrutar de la vida; era quedar a la disposición del airecillo que nos acariciaba no sólo el rostro, sino todo el cuerpo: plenitud de libertad que se acentuaba cuando escalábamos el cerro hasta la cima, donde está la gran cruz que le presta el nombre, sólo por el puro placer de escalarlo y permitir que en lo más alto de su cresta el viento te aventara a punto de derribarte, pues es formidable el empuje de éste en los cerros tultecos.

(CONTINUA MAÑANA)

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